América
Latina y el Caribe, principalmente las naciones de la Alianza Bolivariana
para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), y en particular, Venezuela, son el
teatro de operaciones de un sordo juego geopolítico entre Estados Unidos y sus
socios de la OTAN ,
contra China y Rusia, dos potencias emergentes que han venido desarrollando
vínculos económicos y de cooperación técnico-militar con naciones situadas en
lo que tradicionalmente Washington ha considerado su “espacio vital”.
Pocas
veces, como hoy −tras la reciente orden presidencial de Barack Obama que ubicó
a Venezuela como una “extraordinaria amenaza a la seguridad nacional y la
política exterior de Estados Unidos”−, cobran dimensión los conceptos
esgrimidos por Nicholas J. Spykman en 1942, cuando al definir el “Mediterráneo
Americano” (que abarcaba el litoral del golfo de México y el mar Caribe,
México, América Central, Colombia, Venezuela y el cinturón de islas que se
suceden desde Trinidad a la punta de la Florida , Cuba incluida), dijo que esa región
debía quedar bajo la “exclusiva e indisputada tutoría” de Washington.
En
su obra Estados Unidos frente al mundo, escrita tres años antes de que
finalizara la Segunda
Guerra Mundial, al exponer la doctrina geopolítica del
imperialismo tal y como lo concebía la clase dirigente estadunidense, Spykman
dijo con elocuente crudeza: “Eso implica para México, Colombia y Venezuela una
situación de absoluta dependencia con respecto a Estados Unidos, de libertad
meramente nominal…”
En
1973, el boicot de suministros de hidrocarburos de la Organización de
Países Exportadores de Petróleo (OPEP) a Estados Unidos, exhibió las
vulnerabilidades del hegemón del capitalismo mundial. Desde entonces, los
estrategas del complejo industrial-militar diseñaron y pusieron en práctica una
serie de proyectos geopolíticos −o de conquista del espacio en su zona de
influencia−, a expensas de naciones débiles o que ofrecen poca resistencia, que
incluyeron la colonización, la anexión o la conquista.
Cuatro
decenios después, Estados Unidos ha conformado América del Norte como un
espacio geopolítico bajo el dominio económico-financiero de las corporaciones
con casa matriz en su territorio y el control militar del Comando Norte del
Pentágono. Y aunque en 2005 en Mar del Plata fracasó el Área de Libre Comercio
de las Américas (ALCA), la libertad de México y Colombia es hoy meramente nominal,
como anunció Spykman en 1942, y sus territorios han sido militarizados por el
imperio. Sólo escapan a ese designio Venezuela, Cuba y Nicaragua.
Además
de su importancia geopolítica para la defensa del territorio continental de
Estados Unidos de cara a un eventual conflicto bélico con otra potencia,
Venezuela es el país con la mayor cantidad de reservas probadas de
hidrocarburos. Asimismo, bajo el liderazgo indiscutido de Hugo Chávez,
Venezuela fue el impulsor del ALBA y potenció la UNASUR (Unión de Naciones
Sudamericanas) y la CELAC
(Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños), obstaculizando los planes
para una integración vertical del subcontinente, implementados por la Casa Blanca y el
gobierno-sombra de las grandes corporaciones estadunidenses.
Washington
y el golpismo continuado
Las
consideraciones anteriores explican los sucesivos intentos encubiertos de
Washington por llevar a cabo un “cambio de régimen” en Venezuela: desde el
golpe de Estado cívico-militar-oligárquico de abril de 2002 (el primer golpe
mediático del siglo XXI), y la Operación Septiembre Negro de finales
de ese año y comienzos de 2003 –el llamado “golpe petrolero” que siguió los
lineamientos del Dossier Confidencial No. 5, estrategia subversiva de los
capitanes de industria, grandes latifundistas, ganaderos y la llamada nomenclatura gerencial
de petróleos de Venezuela (Pdvsa), bajo la cobertura política e ideológica de
las principales corporaciones multimedia de Venezuela y las Américas−, pasando
por diversas operaciones clandestinas y diferentes modalidades de la guerra de
espectro completo (“golpe suave”, guerra de baja intensidad, guerra asimétrica,
de información o cuarta generación, guerra económica y terrorismo mediático),
hasta el fracasado golpe del 11 y 12 de febrero de 2015.
Al
respecto, cabe recordar que con eje en una estrategia de varios carriles, la
escalada política-propagandística había iniciado en diciembre pasado, cuando al
tiempo que anunciaba negociaciones para una próxima reanudación de relaciones
diplomáticas con Cuba, el presidente Obama puso en vigor la “Ley para la
defensa de los derechos humanos y la sociedad civil en Venezuela”, una medida
injerencista violatoria del derecho internacional aprobada por el Congreso. La
nueva ley extraterritorial, pieza central en la etapa para un cambio de régimen
en Venezuela, es una réplica perfeccionada de lo que el propio Obama había
dicho, siendo senador, que durante más de 50 años no había funcionado contra
Cuba.
A
partir de enero de este año, se incrementaron los planes tendientes a generar
un nuevo clima de zozobra económica y violencia caótica desestabilizadora que
confluyera con el primer aniversario de “las guarimbas” de febrero de 2014.
¿Objetivo? Derrocar a Nicolás Maduro, presidente constitucional de la República Bolivariana
de Venezuela, a quien se le había venido fabricando una imagen de gobernante
autoritario y violador de los derechos humanos.
Lubricada
la oposición venezolana con millonarios fondos extraídos de los contribuyentes
de Estados Unidos a través de agencias oficiales de Washington como la Agencia para el Desarrollo
Internacional (USAID) y fundaciones afines como la National Endowment
for Democracy (NED) y Freedom House; posicionada la guerra económica con base
en el desabastecimiento de productos de primera necesidad −en particular alimentos
básicos, medicamentos y artículos higiénicos− para provocar ira y malestar en
la población, la extensa red de medios corporativos privados del hemisferio
occidental hicieron su labor como parte de la guerra psicológica y el
terrorismo mediático. En lo interno, su misión principal era generar un clima
de miedo y horror paralizante a través de herramientas habituales como el
acaparamiento, el desabasto, el mercado negro, la inflación, la usura, campañas
de rumores y la violencia callejera, y en lo externo, fomentar una correlación
de fuerzas internacionales que avalara tácitamente el accionar golpista y,
llegado el caso, una eventual intervención militar del Pentágono.
En
rigor, se trataba de una segunda fase de la fracasada operación subversiva
puesta en práctica a comienzos de 2014 para tirar a Maduro. “La salida” −como
denominó entonces la ultraderecha venezolana al plan sedicioso para sacar al
presidente legítimo de Venezuela del Palacio de Miraflores−, culminó con un
saldo de 43 personas muertas y llevó a la cárcel a uno de los líderes de la
asonada, Leopoldo López, dirigente del Partido Voluntad Popular.
Desde
entonces, una de sus cómplices en la aventura conspirativa, la ex congresista
desaforada María Corina Machado −firmante del Decreto Carmona durante el golpe
de Estado de abril de 2002 −, había tomado las riendas de la nueva intentona
con apoyo del embajador de Estados Unidos en Colombia, Kevin Witaker. “Contamos
con una chequera más fuerte que la del régimen para romper los anillos de
seguridad”, dijo Machado, quien desde hace años cultiva los favores de
congresistas cubano-estadunidenses de Miami, como Marco Rubio, Iliana Ros
Lethinen y Mario Díaz Balart, y los del alcalde de la ciudad Doral del sur de la Florida , Luigi Boria.
El
factor Brownfield
En
el caso venezolano, la génesis de la intervención estadunidense actual remite
al Comité de los 40 (denominación tomada de la Decisión-Memorándum No.
40 del Consejo de Seguridad Nacional de Estados Unidos), reunido por el
secretario de Estado Henry Kissinger en junio de 1970 para diseñar una
estrategia de “bajo perfil” destinada a hacer abortar la “vía pacífica al
socialismo” de Salvador Allende en Chile. El plan del Pentágono y la Agencia Central de
Inteligencia (CIA) de la época de Richard Nixon, incluía: 1) creación del caos
económico; 2) acciones paramilitares; 3) ofensiva de propaganda; 4)
financiamiento a sectores derechistas, y 5) infiltración y divisionismo dentro
de la izquierda chilena.
Con
base en esa estrategia −aplicada después con variantes contra Nicaragua
sandinista, Granada y Panamá−, en agosto de 2004 Washington había enviado a
Caracas al embajador William Brownfield. Adscrito a la Oficina de Iniciativas
para la Transición
en Venezuela (OIT), la principal misión de Brownfield era elaborar un plan de
largo plazo para derrocar a Hugo Chávez. En un cable diplomático del 9 de
noviembre de 2006, difundido en el portal de Wikileaks, el diplomático
recordaba a sus jefes en el Departamento de Estado las directrices establecidas
dos años antes en el denominado “Plan de cinco puntos contra el Gobierno
Bolivariano”: 1) Fortalecer las instituciones democráticas; 2) Infiltrarse en
la base política de Chávez; 3) Dividir al chavismo; 4) Proteger negocios
vitales de Estados Unidos, y 5) Aislar a Chávez internacionalmente. La OIT para Venezuela fue cerrada
en 2010, pero sus funciones fueron transferidas a la oficina para América
Latina de la USAID ,
vieja pantalla de las acciones injerencistas y para la guerra psicológica de la CIA y el Pentágono.
Con
base en esos antecedentes, la ambientación o “calentamiento” mediático de la
nueva ofensiva desestabilizadora contra Venezuela contó, a mediados de enero
pasado, con la presencia en Caracas de los ex presidentes de Colombia, Chile y
México −Andrés Pastrana, Sebastián Piñera y Felipe Calderón, respectivamente−,
invitados a un foro por María Corina Machado y el partido Voluntad Popular.
Otro de los objetivos era visitar en la prisión a Leopoldo López, erigido por
Washington como nuevo “combatiente de la libertad”, según la expresión acuñada
por Ronald Reagan para los contras nicaragüenses y el saudí Osama bin
Laden en los años 80.
La
trama desestabilizadora se complementó, a finales de enero, con la deserción de
Leamsy Salazar, capitán de corbeta de la Fuerza Armada
Nacional Bolivariana. En calidad de “testigo protegido”, el desertor Salazar
declaró ante un tribunal de Nueva York que el presidente de la Asamblea Nacional
de Venezuela, Diosdado Cabello, era el jefe de un presunto cartel de Los Soles.
La “primicia” la obtuvo el diario neofranquista español ABC, que se basó
en “fuentes cercanas a la investigación”, y fue convenientemente amplificada en
México por los periódicos Excélsior y La Razón que,
curiosamente, no citaron como fuente a ninguna agencia noticiosa internacional,
por lo que puede presumirse que en los tres casos se trató de desinformación sembrada con
propósitos subversivos-propagandísticos.
Dentro
del plan conspirativo en curso, no es un dato baladí que William Brownfield −el
“diplomático” que en 2004 elaboró el Plan de los cinco puntos para derrocar a
Chávez y quién se desempeñó luego como embajador en Colombia de 2007 a 2010−,
validara la “consistencia” del reportaje de ABC, que involucra a Cuba y
las FARC en la insólita trama. Tampoco lo es que Brownfield sea en la
actualidad secretario de Estado adjunto de Estados Unidos para Narcóticos y
Seguridad Internacional.
Los
fondos para la subversión
Otro
elemento clave del plan elaborado por Brownfield en 2004, es el financiamiento
de ONGs, fundaciones, asociaciones y partidos opositores venezolanos, enmarcado
dentro del rubro “defender y fortalecer prácticas democráticas, las
instituciones y los valores que promueven los derechos humanos y la
participación de la sociedad civil”. El presupuesto actual de Estados Unidos
(octubre 2014 a octubre de 2015) incluye cinco millones de dólares, y la
asignación prevista para el próximo año fiscal aumenta la cifra en 500 mil
dólares más. Asimismo, Washington ha incorporado una nueva modalidad
consistente en registrar a las ONGs venezolanas como corporaciones en Estados
Unidos, lo que facilita el suministro de fondos y además pueden ser subcontratadas
por compañías estadunidenses.
Entre
las organizaciones receptoras de fondos de los contribuyentes de Estados Unidos
figuran Nueva Conciencia Nacional; Fundación Futuro Presente; Humano y Libre,
de Gustavo Tovar Arroyo, quien organizó en 2010 la denominada Fiesta Mexicana
para adiestrar en métodos de desestabilización a dirigentes estudiantiles de la
extrema derecha venezolana; Espacio Civil; Operación Libertad; Mujer y
Ciudadanía; Ventana por la libertad; Súmate y Consorcio Desarrollo y Justicia,
ambas ligadas a la golpista María Corina Machado.
Además,
los programas de Estados Unidos para la subversión en Venezuela incluye a la National Endowment
for Democracy (NED), que en 2014 destinó más de dos millones 300 mil dólares a
organizaciones antibolivarinas, y a Freedom House, ampliamente denunciada por
sus vínculos con la CIA ,
que mantiene su política de asesoramiento y financiamiento de la oposición
venezolana, profundizando las estrategias de guerra psicológica y campañas
mediáticas como parte de las técnicas de las “revoluciones de colores” y el
“golpe suave” de Gene Sharp, Robert Helvey y Peter Ackerman.
En
su reporte global anual sobre libertad de expresión, Freedom House ubica a
Venezuela como uno de los países donde no existe libertad de prensa ni de
expresión y donde se violan los derechos humanos; la agenda de Obama, pues. En
contrate, cabe consignar que en ese país existe una hegemonía de los medios de
comunicación privados. Según Luis Britto García, en 1998 la empresa privada era
propietaria del 80% de las estaciones de televisión y del 97% de las
radiodifusoras de FM, y no había medios comunitarios. Esos medios privados se
caracterizaban por una alta concentración de la propiedad, tanto horizontal
como vertical. En la actualidad operan en Venezuela 2,896 medios; 2,332 son de
la empresa privada. El 65.18% sigue siendo privado y el 30.76% son
comunitarios; apenas un 3.22% son de servicio público. El principal cambio
consiste en la multiplicación de medios comunitarios, los cuales en su mayoría
tiene poco alcance y tienden a durar un tiempo limitado.
En
radiodifusión funcionan mil 598 emisoras privadas, 654 comunitarias y apenas 80
de servicio público. En televisión de señal abierta 55 canales son privados, 25
son comunitarios y ocho de servicio público. Casi todos los medios privados son
opositores, con lo cual, pretender que el Estado esté ejerciendo una “hegemonía
comunicacional” con los escasos medios de que dispone, como señala Freedom
House, es un infundio que sólo puede ser interpretado como parte de una
operación de guerra psicológica y propaganda negra para exacerbar el pánico,
desestabilizar el país, generar ingobernabilidad y detonar violencias
destinadas a derrocar por la vía del terror al gobierno bolivariano.
La
debilidad de Obama y el riesgo intervencionista
En
ese contexto, los días 11 y 12 de febrero el gobierno venezolano anunció haber
desarticulado un “atentado golpista” que contaba con la participación de
oficiales activos y retirados de la aviación militar y otros elementos de la Fuerza Armada
Nacional Bolivariana, y cuyo objetivo era bombardear desde un avión Tucano el
Palacio de Miraflores y matar al presidente Nicolás Maduro. Otros blancos de la
llamada Operación Jericó eran el Ministerio de Defensa y los estudios
del canal de televisión Telesur, para sembrar caos y confusión.
Es
previsible que ante el nuevo fracaso golpista, y dado el interés geopolítico en
la estrategia subversiva de Washington hacia Venezuela, el presidente Obama y
sus aliados de la ultraderecha regional intentarán enrarecer el clima de la
próxima Cumbre de las Américas, prevista para la segunda semana de abril en
Panamá. Con la “declaración de guerra” de Obama, queda claro que a Estados
Unidos no le interesa la democracia ni los derechos humanos en Venezuela; lo
que le importa es el petróleo y la posición geográfica del país sudamericano.
El interés de la Casa
Blanca es reafirmar su política de dominación regional,
desafiada por China y Rusia; restaurar el tradicional control en su zona de
influencia, hoy resistida como nunca antes por los países agrupados en la UNASUR , la CELAC y el ALBA.
En
la coyuntura, las palabras de Obama al acusar a Venezuela como una “amenaza” a
la seguridad nacional de Estados Unidos, además de ridículas, son una clara
expresión de la evolución clásica de las políticas de agresión imperial, que
van de la ruptura del orden constitucional, los golpes suaves y las revoluciones
de colores a una eventual intervención militar directa del Pentágono. Como
denunció el ex vicepresidente venezolano José Vicente Rangel, Washington
dispone de mil 600 paramilitares listos en la frontera de Colombia, frente a
los estados Zulia y Táchira, 800 en cada zona limítrofe. Ése es el verdadero
peligro en la hora.
En
ese contexto, la guerra mediática y económica y la imposición de sanciones de
Estados Unidos al gobierno venezolano sólo debilitan la imagen de Obama de cara
a la VII Cumbre
de las Américas organizada por la
OEA (Organización de Estados Americanos). Nicolás Maduro
llegará a la cita con el apoyo y el respaldo internacional, y queda claro que
al defender a Venezuela, los presidentes de los países del área están
defendiendo la soberanía y la unidad de Nuestra América martiana y bolivariana.
Rebelión
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